El hombre atravesó la concurrida terraza del bar a pasitos cortos con los pantalones bajados. Dejaban ver unos calzoncillos amplios a pesar de que se agarraba con la mano sana la cinturilla del pantalón que al parecer, se le había desabrochado. Pero lo tenía difícil lidiando al mismo tiempo con el bastón y la gorra.
Se le veía confuso, entre avergonzado y cabreado. Impotente.
Dos mujeres mayores lo miraron sobresaltadas. Una pareja joven hizo gestos de extrañeza. Una joven madre con su criatura al brazo, lo miraba con pena
Pero fue un chaval veinteañero, con tatuajes en el cuello y anillo en la oreja quien se acercó a él y con toda naturalidad, con respeto pero sin dramas, le propuso echarle una mano porque parecía que le hacía falta.
El viejo lo miró, primero hostil, luego desconfiado, al final solicitando con la mirada lo que no sabía trasladar con palabras, y aceptó su ayuda. Dieron la vuelta a la esquina, fuera de la mirada colectiva y al poco aparecieron, charlando y sonriendo hasta que chocaron puños a iniciativa del joven y se separaron.
El hombre mayor llegó a su casa con el corazón contento, aunque ya no se acordaba exactamente de porqué. El chico se puso los cascos y siguió escuchando su música, extrañamente alegre también.
