VERANOS EXAGERADOS

No sería de extrañar que le empezaran a crecer membranas cartilaginosas en dedos de pies y manos. Al final tendría una apariencia bastante parecida a un pato, por ejemplo, animal que no le caía especialmente bien, pero que no era de las peores opciones.

Esa era la consecuencia de pasar tanto tiempo en el agua, muchas más, sin duda, que bajo techo, intentando así sobrevivir a una jornada de calor que transcurría con parsimonia y sin piedad.

El agua de la piscina, fresca aunque no fría, parecía el único lugar del mundo apto para la supervivencia, solo superado por los espacios cerrados donde un aparato de aire acondicionado rugía a cualquier hora del día para facilitar paz climática a sus habitantes.

Mientras se miraba las arrugadas yemas de los dedos, no causadas por la edad para variar, sino por el largo período en remojo, recordaba en ese mismo jardín los estanques helados con finos cucuruchos de hielo que colgaban de los árboles. Cuando la vegetación estaba cubierta por un consistente manto de nieve y la piscina por un fino cristal azulado. Cuando al respirar se podía jugar al efecto locomotora, lanzando un vaho que desaparecía rápidamente y no se exponía ni un milímetro de piel para evitar convertirse en un ser amoratado a consecuencia del frío.

Esos eran los inviernos obedientes con las normas climáticas estudiadas en los libros de escuela, que quizás nunca volverán. Nos dejan estos veranos tan exagerados como inhabitables que acompañaran un buen rato, quizás para siempre, a la humanidad autodestructiva e incompetente de la que formamos parte.

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